El pasado 29 de junio de 2025 se cumplieron 50 años de la ordenación sacerdotal de José Raúl Vera López. El obispo emérito de Saltillo nació en Acámbaro, Guanajuato, en 1945. Es ingeniero químico por la Universidad Nacional Autónoma de México. Participó en el movimiento estudiantil de 1968. Estudió teología en Bolonia, Italia. Ingresó a la orden religiosa de los dominicos, se preparó con los frailes y en 1987 el papa Juan Pablo II lo nombró obispo de Ciudad Altamirano, Guerrero. Desde entonces, su trayectoria ha sido un ejemplo de vida pastoral por su preocupación permanente por los desfavorecidos, los humildes, los desposeídos, los oprimidos. Es defensor de derechos humanos, pero sobre todo es un referente ineludible del cristianismo liberador en México.
En Altamirano, su presencia episcopal no fue decorativa ni diplomática. Predicó, organizó y fundó. Caminó por la sierra guerrerense con la gente, vio las enormes necesidades de la comunidad y creó un centro de atención integral para las familias. Ahí los pobres recibían ayuda, medicina, comida, becas escolares y refugio espiritual. Raúl Vera se relacionó con organizaciones internacionales y tejió redes para atender a los marginados; “busqué ayuda para ayudar”, ha declarado en entrevistas. Llegar a un lugar con profundas desigualdades sociales le sensibilizó.
En 1995 fue designado como obispo coadjutor en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, con la expectativa de frenar el proyecto pastoral del obispo Samuel Ruiz. Sin embargo, Raúl Vera eligió sumarse a la defensa de los pueblos indígenas. Después de la masacre en Acteal, fue removido del cargo en una maniobra de censura política y eclesiástica. Ahí 45 indígenas tzotziles —entre los cuales había mujeres embarazadas y niños— fueron asesinados cuando estaban rezando en una iglesia. El gobierno de entonces calificó el hecho como conflicto entre comunidades, pero defensores de derechos humanos de todo el mundo denunciaron el crimen como estrategia gubernamental para desarticular la organización social. “Eso de los paramilitares es un cuento, el pleito era por un banco de arena” señala el obispo. También ha denunciado que las ejecuciones en Chiapas fueron crímenes de lesa humanidad y el responsable es el expresidente Zedillo.
Raúl Vera lo ha declarado a lo largo de los años: fue un acto miserable. En distintos espacios y foros ha dejado claro que es consciente del por qué lo sacaron de Chiapas y por qué las autoridades del Vaticano lo enviaron a una ciudad conservadora como Saltillo. En la política y en la iglesia se esperaba que controlara al obispo Samuel Ruiz en su trabajo con los pobres y los indígenas, por su respaldo al zapatismo, porque don Samuel tradujo la Constitución y las leyes a los indígenas, entonces los pobres empezaron a liberarse de su esclavitud.
En Saltillo, apenas llegó, el obispo Vera incomodó a los gobernantes porque les hablaba de frente y los señalaba, a la prensa porque los evidenció y a los católicos conservadores porque se atrevió a llevar la fe también para los migrantes invisibles, homosexuales excluidos, prostitutas discriminadas, familiares de mineros, madres de desaparecidos, maestros saqueados y obreros explotados.
La lucha pastoral de Raúl Vera en Coahuila se enmarca en una agenda por la defensa y promoción de los derechos humanos. El último teólogo de la liberación fundó el Centro Diocesano Fray Juan de Larios, creó la Casa del Migrante impulsó la comunidad San Aelredo (LGBTI), respaldó y acompañó sin titubeos a los movimientos sociales.
Vera denunció en la Corte Penal Internacional colusión entre gobiernos de Coahuila y los cárteles. Presentó un informe con testimonios sobre la colaboración institucional con el cártel de Los Zetas durante los gobiernos de los hermanos Moreira. Criticó con firmeza la guerra contra el narco como un simulacro que militarizó al país.
Cuando 14 mujeres fueron violadas por militares en la zona de tolerancia de Castaños, Vera y su equipo se presentaron en el lugar, documentaron los testimonios, acompañaron jurídicamente a las víctimas y lograron que los responsables fueran juzgados. En la explosión de Pasta de Conchos que dejó atrapados a 65 mineros, ofreció consuelo a las familias, pero también señaló con claridad la responsabilidad de empresa, gobierno y sindicato. Bautizó una hija de un matrimonio homosexual, defendió mujeres abortistas y criticó proyectos como Cimari.
Durante los años más violentos del moreirato y del calderonato, su acompañamiento a las familias de desaparecidos fue clave para articular exigencias colectivas de búsqueda, verdad y justicia. Raúl Vera no fue solo un pastor: fue presencia, testimonio y apoyo frente a la impunidad y la violencia.
Fueron esos mismos años los de mayores críticas, calumnias y de estigmatización los que sufrió desde la prensa local. Claramente ataques orquestados desde el poder. Pero no pudieron con el cura rojo y rebelde. Su papel como figura pública ha sido reconocido en múltiples ocasiones, tanto por organismos internacionales como por colectivos locales. Aunque su verdadera distinción radica en otra parte: en su coherencia.
En contextos donde muchos liderazgos religiosos optan por la neutralidad o el silencio, Raúl Vera eligió encarnar una Iglesia que escucha, dialoga y acompaña. Su vida y ministerio personifican con claridad la figura del Buen Pastor descrita en el Evangelio de Juan: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas” (Juan 10,11-18). Ese compromiso radical con los más vulnerables marcó su paso por Altamirano, San Cristóbal y Saltillo. Su legado, por tanto, no es únicamente pastoral ni restringido al ámbito teológico: es también profundamente humano.
¡Larga vida, Raúl!